De vez en cuando veo películas mas de dos veces, tres, cuatro
y cinco. Algunas veces me duermo, si, otras voy y me beso con la chica que me
acompaña, cómo palomitas y refresco como si no hubiera un mañana, hago de todo
un poco dentro de la sala, pero siempre, siempre disfruto cada momento del
olor, de la textura de los sillones, del cuchicheo previo de la película, de
los mal vistos aplausos al final, del niño que llora, de la película, de los
actores, de los hermosos rostros que aparecen, el extraño sabor del refresco de
máquina, de ese crítico de cine que habla en momentos incómodos, del piso
pegajoso, de los iluminados letreros de salida, de los pequeños leds que
indican los limites del pasillo, de la oscuridad, de la música, de los adolescentes
que gritan; es simplemente el medio en
que se nada. Ir al cine es para mí ir al espacio, donde la gravedad desaparece
durante algunas horas y puedes ser el personaje, vivir experiencias con toda la
emoción, el riesgo, la velocidad y salir para contarlo; cosa que hacemos.
Me fascinan la pequeñas motas de polvo que habitan alrededor
del proyecto, en la luz de la imagen, entre el lente y la pantalla, sobre el
publico y debajo del techo; agitadas, excitadas, bailando algún extraño ritual.
A veces y después de ver la película en turno por más de tres veces me siento
en los sillones superiores, al fondo, aquellos sillones donde los novios se
refugian para tener encuentros sexuales; y me recuesto para observar las
pequeñas y danzarinas motas de polvo; polvo que no es otra cosa que piel, es parte
de la audiencia, es como si cada vez que uno acude al cine dejara una pequeña parte
de si mimo, una parte que no puede dejar las historias y decide vivir alrededor
de la luz, atraída como los insectos; desde ese punto no somos tan diferentes a
las palomillas que se golpean una y otra vez contra el foco del patio, los
humanos, al igual que los insectos acudimos a ver historias atreves de la luz,
¿quien sabe que vean los insectos?, puede que lo mismo.
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